Más agua y menos oro


Todos recuerdan el cuento del rey Midas, que tenía un gran defecto; quería para él todo el oro del mundo. Un día el rey Midas le hizo un favor a un dios. Ese dios como recompensa, le dijo que le pidiera un deseo, que él se lo concedería.

Quisero que se convierta en oro todo lo que toque, dijo Midas. El dios le dijo ¡Qué deseo más tonto Midas!, eso te puede traer muchos problemas, piénsalo bien. Midas le dijo, -mi dios, eso es lo único que deseo.-

Así será, tu deseo ha sido concedido. Todo cuanto tocaba se convertía en oro, la ropa que llevaba puesta, la puerta de su casa, hasta el perro que salió a saludarlo se convirtió en una estatua de oro.

A Midas comenzó a preocuparle esa situación. Lo más grave fue que cuando quiso comer, todos los alimentos se convirtieron en oro. Entonces Midas no aguantó más y volvió donde su dios para que le diera marcha atrás, porque si las cosas seguían así moriría de hambre y sed. El dios lo envió a un río para que se sumergiera en él durante un largo rato. Cuando salió del río, tocó las ramas de un árbol y esta siguió igual. Midas era un hombre libre. Desde entonces, el rey vivió en una choza construida por él en el bosque, donde murió tranquilo.

Poseer una buena fortuna ganada trabajando o por cualquier vía lícita no es malo; el problema es no poner una parte de ella al servicio de los demás y de paso llegar al envilecimiento.

No creas que la perpetuidad y trascendencia de tu nombre te la dará el dinero en vez de las buenas obras que realices.

No hay que renunciar como el rey Midas, pero tampoco acumular tanto oro que puedas morir de hambre. La exposición al oro puede llevar a la pérdida de cosas tan preciadas como la propia familia y los verdaderos amigos, no los circunstanciales, que cuando estás en la cumbre te aplauden aunque digas payasadas. Estos no te aplauden atí, aplauden tu oro. Cuando pierdes ese oro y pasas a vivir en una choza, como dice la canción, no dan la hora ni siquiera de un triste reloj.

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